James K. Fredrickson y Tullis C. Onstott
Investigación y Ciencia, Diciembre, 1996
JAMES K. FREDRICKSON
Y TULLIS C. ONSTOTT dirigen el trabajo de investigación del programa de
ciencia del subsuelo del Departamento de Energía. Fredrickson es
microbiólogo especializado en la aplicación de métodos moleculares e
isotópicos en las investigaciones sobre bacterias del subsuelo. Onstott,
que enseña en el departamento de geología de la Universidad de Princeton ,
es experto en la historia del fluido y del flujo del calor en el interior
de la corteza terrestre.
Los organismos unicelulares -bacterias, hongos y protozoos medran
por doquier en la superficie terrestre. Habitan en las aguas hirvientes de
las fuentes termales y en los suelos frescos de los jardines. Los
microorganismos aportan servicios esenciales a otras criaturas mediante la
descomposición de productos de desecho y la formación de nutrientes. Pero
también los hay que dañan a los organismos superiores, en los que producen
infecciones y enfermedades. Para nuestra fortuna, la ciencia ha aprendido
a controlar muchos de estos efectos perniciosos y ampliar, por contra, las
vías a través de las cuales los microorganismos reportan beneficios para
el hombre.
Durante miles de años, el hombre ha venido aprovechándose de
las actividades metabólicas de los microorganismos para fabricar queso,
vino y pan. Pero hasta mediados del siglo XX no logró domeñar los
microorganismos para que sintetizaran antibióticos y otros productos
farmacéuticos. Hoy en día, se recurre a los microorganismos para múltipíes
cometidos: control de plagas, tratamiento de aguas residuales y
degradación de vertidos de crudo.
Muchísimos usos novedosos están por
descubrir. Mientras tanto, los biólogos continúan rastreando la superficie
de la Tierra en busca de microorganismos de interés en la industria
farmacéutica y en la mejora de los procesos industriales. Lo que no se le
ocurría a nadie era husmear en el interior de la Tierra. Estaba muy
asentada la idea de que se trataba de un medio estéril. Pero hace algunos
años ese prejuicio cayó.
1. LA
EXPLORACIÓN DEL SUBSUELO (página precedente, izquierda) se acomete
mediante un tubo rotario de acero, muy largo, que serpentea corteza
adentro desde una torreta de perforación hacia una zona prefijada.
Conforme el tubo gira, una broca de diamante va cortando la roca
circundante del fondo de la perforación (detalle, parte inferior
izquierda) y rodea un testigo que luego se extrae cuando se iza el
tubo. Se emplea un fluido lubricante con una substancia trazadora especial
que se bombea a través de los intersticios de la broca (flechas).
El testigo rocoso se va acomodando a medida que giran tubo y broca, pues
se asienta dentro de un tambor interno inmóvil que es aguantado por unos
cojinetes. Conforme el testigo va ocupando el tambor interno, una bolsa de
material trazador concentrado se abre por encima y recubre la superficie
externa de la muestra (amarillo). Los testigos así extraídos se
trocean en cortos segmentos, cuya capa externa, marcada por el trazador,
se desbasta para evitar la contaminación (arriba, izquierda). En el
interior prístino del testigo aparecerán bacterias que viven en el
subsuelo profundo (arriba, derecha)
Hay
vida
Los primeros indicios de que había microorganismos vivos en las
profundidades de la corteza -de cientos a miles de metros bajo tierra-
aparecieron en los años veinte, a raíz de los trabajos de Edson S. Bastin,
geólogo de la Universidad de Chicago. Bastin se extrañó de que el agua
extraída de los yacimientos petrolíferos tuviera sulfuro de hidrógeno y
bicarbonato. Tras darle muchas vueltas, aventuró una explicación. Sabía
que, en zonas de la superficie anaerobias, sin oxígeno, las bacterias
reductoras de sulfato podían utilizar esta base para respirar. En
coherencia con esa observación, Bastin argumentó que tales bacterias
vivirían también bajo tierra en reservorios de petróleo y producirían
sulfuro de hidrógeno y bicarbonato cuando degradaban los componentes
orgánicos del petróleo.
Hacia 1926, Bastin y Frank E. Greer, colega
suyo de la Universidad de Chicago y microbiólogo, habían logrado cultivar
bacterias reductoras de sulfato procedentes de muestras de agua
subterránea, extraídas de un depósito de petróleo que estaba a cientos de
metros del suelo. En su opinión, aquellos microorganismos descendían de
otros sepultados más de 300 millones de años antes, cuando se depositaron
los sedimentos que constituyeron el reservorio de petróleo. Pero carecían
de medios para someter a prueba hipótesis tan sugestiva. Por aquellos días
recibiase con escepticismo la idea de que existieran microorganismos
viviendo bajo tierra; aduciase que las técnicas empleadas en las
perforaciones petrolíferas no estaban diseñadas para obtener muestras
puras, sin contaminar por microorganismos de la superficie. Así
languideció la hipótesis de Bastin y Greer.
El interés por la
microbiología de los depósitos de petróleo conoció un periodo de
revitalización en las postrimerías de los años cuarenta y el decenio de
los cincuenta, cuando el grupo de Claude E. Zobell, de la Institución
Scripps de Oceanografía, investigó los procesos microbianos desarrollados
en sedimentos enterrados muy por debajo del lecho marino. Pero la
investigación de la microbiología del subsuelo volvió a abandonarse en los
años sesenta y setenta. Pese a la importancia que las formaciones de rocas
tenían como reservorios y canalizaciones subterráneas de agua, no solía
plantearse la posibilidad de la existencia de actividad microbiana suelo
adentro. Los investigadores aceptaban en su mayoría que el agua se
limitaba a producir alteraciones químicas de tipo inorgánico a su paso y
que las influencias biológicas quedaban restringidas a los estratos de
suelo inmediatos a la superficie. Sin apenas cuestionario, se daba por
supuesto que los microorganismos encontrados en las muestras de agua
subterránea tomadas a gran profundidad se habían infiltrado en ella a su
paso por la superficie.
Llegamos así hasta finales de los setenta y
principios de los ochenta. Ocurre entonces que el interés por la calidad
del agua subterránea promueve la investigación de la química de ese
recurso. El trabajo lo auspiciaron dos instituciones norteamericanas: el
Servicio de Inspección Geológica y la Agencia de Protección Ambiental. En
ese contexto, se replantea la posibilidad de la presencia de
microorganismos en formaciones rocosas por donde aflorara el agua.
Contemporáneamente, el departamento de Energía de los Estados Unidos (DOE)
afrontó la imponente tarea de limpiar las instalaciones industriales donde
se habían producido materiales nucleares. (En el marco de la guerra fría,
el DOE había vertido grandes cantidades de residuos -soluciones ricas en
compuestos orgánicos, metales y materiales radiactivos- en el suelo de
esas centrales nucleares.) Los expertos del DOE estudiaban proyectos de
depósitos subterráneos que pudieran confinar altos niveles de
radiactividad a lo largo de milenios.
Por esas fechas, Frank J. Wobber,
geólogo y directivo del DOE, puso sobre la mesa la cuestión inquietante de
que, si había microorganismos en las profundidades de la corteza, podrían
facilitar la degradación de contaminantes orgánicos enterrados o dañar
peligrosamente la integridad de las cámaras cerradas que almacenaban los
residuos radiactivos. Pero antes de abordar la vertiente práctica que tal
posibilidad entrañaba, era necesario ahondar en la investigación básica.
Así nació el Programa de Ciencia del Subsuelo del DOE, con el fin de
sufragar los estudios de un equipo pluridisciplinar de biólogos, geólogos
y químicos que se dedicara a la búsqueda sistemática de formas de vida de
las profundidades y al análisis de su actividad.
Puesto que el agua
extraída de profundas perforaciones se contamina fácilmente con organismos
que viven cerca de la superficie, el equipo reunido por Wobber decidió
estudiar fragmentos de roca en vez de muestras de agua. De entrada, el
grupo necesitaba un metodo para sacar testigos limpios e intactos de roca
del interior de la corteza (cores).
Tommy J. Phelps, del Laboratorio de
Oak Ridge, y W. Timothy Griffin, de Golder Associates, lograron diseñar un
aparato taladrador especial que minimizaba el contacto de las muestras con
el fluido necesario para lubricar la perforación. James
P. McKlinley,
del Laboratorio del Noroeste del Pacifico en Battelle, junto con F. S.
(Rick) Colwell, del
Laboratorio de Ingeniería de Idaho, idearon
"trazadores" especiales -aditivos que podían mezclarse con el fluido de la
perforación para indicar si este líquido (y cualquier microorganismo que
hubiera en su interior) podía haber penetrado en las muestras recogidas.
la orina).
2. VITRINAS CON
GUANTERAS, donde los guantes de látex se adentran en el interior y
permiten trabajar cerca de los yacimientos de perforación para manipular
las muestras sólidas extraídas del subsuelo profundo. Estas cámaras de
plástico están rellenas de un gas no reactivo, para evitar que el oxígeno
dañe los microorganismos del interior de los testigos de
roca
Descubrimiento de un filón
La búsqueda de microorganismos
del subsuelo comenzó en 1987, cuando el DOE decidió realizar diversas
perforaciones profundas en Carolina del Sur, cerca de la planta de
procesado de residuos nucleares del río Savannah. Codo con codo con los
operarios de la plataforma de perforación, empezó a trabajar un equipo de
científicos de campo para evitar la contaminación microbiana. Los
investigadores añadieron trazadores y controlaron los procesos
sincronizados a medida que se desarrollaba la perforación. Cuando los
perforadores izaron un testigo hasta la superficie, un miembro del equipo
encapsuló rápidamente la muestra y la introdujo en una "bolsa guante" para
su procesamiento ulterior. Estas vitrinas plásticas ofrecen un ambiente
esterilizado, amén de estar llenas de un gas no reactivo (nitrógeno) que
protege a cualquier microorganismo anaerobio obligado -bacterias que
sufrirían un rápido envenenamiento por el oxigeno del aire.
Usando
guantes quirúrgicos de látex unidos al interior de estas bolsas, los
miembros del equipo utilizaron herramientas esterilizadas para desbastar
la porción externa de cada testigo, dejando tan sólo la parte que tenía
menos aspecto de haber estado expuesta a contaminaciones bacterianas en el
liquido de la perforación. Si una filtración del trazador químico indicaba
que un espécimen particular podía haberse infectado, los científicos que
lo analizaban advertían que la muestra de la que procedía, muy
probablemente, estaba contaminada.
Posteriormente, las muestras
intactas más internas del cilindro pasaron a recipientes esterilizados y
llenos de nitrógeno, embaladas en hielo y transportadas hasta el
laboratorio de investigación. Dentro de las 72 primeras horas tras la
extracción de las rocas del subsuelo, otros miembros del grupo, dispersos
por distintas instituciones, fueron sometiendo las muestras a una batería
de pruebas diseñadas para examinar las rocas y los microorganismos que
éstas hospedaban. Tras estos ensayos iniciales, se enviaron los
microorganismos aislados a partir de las muestras a depósitos especiales
de Florida y Oregón, donde quedaron almacenados en nitrógeno liquido a -96
grados Celsius.
Los primeros resultados de esta búsqueda de formas de
vida alojadas en las profundidades fueron extraordinarios. Se supo muy
pronto que bajo el río Savannah, a profundidades de por lo menos 500
metros (el testigo extraído a mayor profundidad), vivían diversos tipos de
microorganismos. Nosotros y cuantos trabajaban en el programa
subvencionado por el DOE habíamos examinado otros muchos enclaves
geológicos. Aunque queda por confirmar la extensión ocupada por hongos y
protozoos, los resultados revelan sin ambages la ubicuidad de las
bacterias del subsuelo. Hemos extraído estos organismos desde formaciones
donde reinan temperaturas altas, de hasta 75 grados C, y desde
profundidades superiores a 2,8 kilómetros.
¿Qué determina la
profundidad máxima a la que los microorganismos del subsuelo pueden vivir?
La presión soportada no ejerce un significativo efecto directo sobre los
microorganismos, aun cuando se encuentren varios kilómetros bajo la
superficie. Pero la temperatura creciente si limita la profundidad de la
vida suelo adentro. Aunque no acaba de acotarse la temperatura máxima que
estos organismos pueden tolerar, los expertos en biología oceánica han
encontrado bacterias que medran a 110 grados C en surgencias hidrotermales
submarinas; para algunos, los microorganismos del subsuelo podrían
resistir temperaturas de hasta 140 grados C, al menos durante períodos
cortos.
En la corteza oceánica, donde la temperatura sube unos 15
grados C por cada kilómetro de profundidad, la tolerancia de 110 grados
permite que la vida microbiana se extienda, en promedio, unos siete
kilómetros suelo submarino adentro. En la cor-teza continental, donde la
temperatura suele rayar los 20 grados C en la superficie para aumentar
unos 25 grados por kilómetro, la vida microscópica debería, como término
medio, adentrarse hasta casi 4 kilómetros bajo el suelo.
Sin embargo,
la concentración de microorganismos variará bastante de un lugar a otro,
aunque hablemos de la misma profundidad. En este sentido, hemos
descubierto que muestras tomadas a 400 metros suelo adentro pueden
contener desde un centenar exiguo de bacterias hasta 10 millones por gramo
de roca. El equipo de John R. Parkes, de la Universidad de Bristol, ha
encontrado concentraciones superiores de microorganismos viviendo en
sedimentos bajo el suelo oceánico. Por mor de comparación, sépase que la
franja superior de los suelos dedicados a la agricultura contiene,
normalmente, más de mil millones de bacterias por gramo de
tierra.
Parece que la riqueza de vida en las profundidades no depende
sólo de temperaturas tolerables, sino también de la capacidad del entorno
para aportar lo necesario en el crecimiento y la multiplicación. Son
requerimientos indispensables el agua y el espacio en los poros de la
roca. La región que aloja a los microorganismos debe también contener los
nutrientes -carbono, nitrógeno, fósforo y varios metales traza- que los
microorganismos precisan para sintetizar sus componentes celulares,
incluidos el ADN y las proteínas. El ambiente debe, asimismo, ofrecer
alguna forma de combustible para proporcionar la energía que requiere el
desarrollo de estas actividades.
3.
LOS ENTORNOS DE LAS PROFUNDIDADES CONTICALES varían notablemente en la
composición de la roca circundante. Los microorganismos de las
profundidades se introducen en la corteza oceánica y en la continental;
abundan sobre todo en las formaciones sedimentarias. Tales microorganismos
dejan de vivir cuando las temperaturas superan los 110 grados Celsius
(áreas naranjas). La naturaleza de la población cambia de un lugar
a otro. Por ejemplo, un estrato sedimentario poroso que sirve de conducto
de agua subterránea podría contener zonas ricas en oxígeno (azul
luminoso) y zonas pobres en oxígeno (azul oscuro), y las
bacterias encontradas dentro de sus diferentes regiones variarán a tenor
de las reacciones químicas que se empleen para procurarse energía
(barra, derecha).
4.
LOS ECOSISTEMAS microbianos litoacutotróficos del subsuelo (SliMEs) se
desarrollan en los poros entrelazados entre los granos de mineral de
muchas rocas ígneas. Los microorganismos autotróficos (verde)
recaban nutrientes y energía de los compuestos químicos inorgánicos de
sus alrededores; otros muchos microorganismos (rojo) , en cambio,
se alimentan de los compuestos orgánicos creados por los
autótrofos.
De la arenisca al
lodo
Los tipos de microorganismos
encontrados en el interior de la corteza dependen de las particularidades
del ambiente local. Diversas comunidades bacterianas habitan en la mayoría
de las rocas sedimentarias, que acostumbran abundar en compuestos
orgánicos de los que se nutren los microorganismos. Estos nutrientes los
produjeron en su origen plantas de la superficie, antes de que las arenas
movedizas, los cienos o las arcillas que constituyen la mayoría de las
formaciones sedimentarias se sepultaran y acabaran constituyendo rocas
sólidas. Mientras queden nutrientes disponibles, los microorganismos que
viven en el interior de los poros de los sedimentos pueden continuar
viviendo y multiplicándose. Las rocas sedimentarias aportan también formas
oxidadas de azufre, hierro y manganeso que pueden proporcionar la energía
que estos microorganismos necesitan. Las fuentes de energía química son
las reacciones de reducción (procesos que entrañan una ganancia de
electrones).
Conforme los sedimentos van sepultándose en el transcurso
del tiempo geológico, aumenta su grado de compactación. El espacio poroso
termina por cerrarse con minerales que precipitan a partir de los fluidos
que atraviesan la roca. En consecuencia, al aumentar la profundidad y la
presión, decrecen gradualmente las posibilidades de recabar nutrientes y
la tasa metabólica global de las comunidades microbianas; los
microorganismos resisten en torno a puntos de reservas ricas en
nutrientes. En resumen, la distribución de microorganismos en los
sedimentos es poco uniforme. Pequeñas colonias -o incluso células
solitarias- medran separadas unas de otras en el interior de la roca. No
debe, pues, sorprendernos que la búsqueda de microorganismos sea un
acontecimiento de resultado incierto. Todd O. Stevens, del Laboratorio del
Noroeste del Pacifico en Battelle, ha encontrado que, en el caso del
sedimento recogido cerca de las instalaciones de Hanford del DOE, cuanto
mayor era la muestra examinada mayor probabilidad había de encontrar
actividad microbiana.
Aunque bastante inhóspita, esta roca sedimentaria
endurecida no es el ambiente más hostil para los microorganismos de las
profundidades. Hay otros entornos peores. El grueso de la corteza
continental está constituido por rocas ígneas (esto es, roca solidificada
a partir de magma fundido), que contienen poco carbono orgánico. Stevens y
McKinley descubrieron bacterias que viven dentro de formaciones ígneas
compuestas por capas de basalto (un tipo de roca oscura de grano
fino).
Los microorganismos se dan también en otras rocas ígneas.
Karsten Pedersen, de la Universidad de Göteborg, detectó bacterias en el
agua que fluía a través de profundas fracturas en el granito: variedad de
roca ígnea de coloración luminosa y de grano grueso. Puesto que en su fase
de formación la roca ígnea está demasiado caliente para soportar la vida,
los microorganismos encontrados en su interior llegarían allí, arrastrados
por el flujo del agua subterránea, en algún momento posterior al
enfriamiento y solidificación del magma originario.
En las formaciones
ígneas hay poca materia orgánica sepultada que esté disponible. De ahí la
sorpresa de Stevens y McKinley al encontrarse con microorganismos que
medraban en basalto. Resolvieron el misterio. Las comunidades bacterianas
que allí vivían incluían organismos autótrofos; así se llaman los que, a
partir de fuentes inorgánicas, sintetizan compuestos orgánicos (proteínas,
grasas y otras biomoléculas ricas en carbono). Muchos tipos de bacterias
autotróficas recaban la energía requerida a partir de reacciones químicas
inorgánicas donde interviene el hierro o el azufre. Los autótrofos que
viven en estos basaltos usan hidrógeno gaseoso para recabar la energía y
obtienen el carbono a partir de dióxido de carbono inorgánico. Estos
"acetógenos" excretan después compuestos orgánicos simples, que otras
bacterias habrán de consumir. En estos basaltos, el gas hidrógeno se
produce en la reacción de agua pobre en oxígeno con minerales portadores
de hierro. A estos ecosistemas microbianos litoautotróficos de las
profundidades les hemos puesto el nombre de "SLiMEs" (acrónimo de
subsurface lithoautotrophic microbial ecosystems). Tales ecosistemas
pueden persistir, indefinidamente, sin ningún aporte de carbono desde la
superficie.
5.
BACTERIAS PIGMENTADAS. Habitan en las profundidades bajo el suelo de las
cercanías de las cataratas del Idaho. Cultivos de estos microorganismos
varían su coloración del púrpura al rojo, debido a que producen cantidades
copiosas de una substancia que cambia de tono según la acidez del
medio.
¿Tan viejas
como las colinas?
Lo mismo que los pioneros
Bastin y Greer, también nosotros nos preguntamos si las colonias de
bacterias de las profundidades vivirían tanto tiempo como las rocas que
las albergan. Longevidad que, sobrado es decirlo, no resulta siempre
posible. El incesante enterramiento de sedimentos, a la larga, puede
elevar la temperatura lo suficiente para aniquilar la colonia bacteriana
entera de una formación rocosa. Puede producirse, asimismo, una
esterilización local allí donde el magma caliente fundido alcance los
estratos sedimentarios, dejando un núcleo de roca ígnea rodeado de algunos
sedimentos achicharrados. Una vez que estas rocas recién solidificadas se
enfrien, o fuerzas tectónicas eleven los estratos sedimentarios calientes
sepultados en profundidad hacia posiciones más frías y cercanas a la
superficie, las bacterias arrastradas por el agua subterránea colonizarán
las zonas antes yermas.
Empero, este proceso de infiltración puede ser
exasperantemente lento. Ellyn M. Murphy, del Laboratorio del Noroeste del
Pacifico en Battelle, ha determinado que el agua subterránea presente muy
por debajo de la central del río Savannah no ha estado en contacto con la
superficie durante miles de años. En los puntos más profundos que nosotros
hemos examinado, nuestras mediciones y la simulación por ordenador nos
indican que el agua subterránea ha permanecido aislada de la superficie
durante millones de años. Si tenemos en cuenta que los microorganismos no
pueden haber descendido suelo adentro a una velocidad mayor que la del
agua subterránea, algunas comunidades microbianas de las profundidades
tendrán, por lo menos, varios millones de años de edad.
¿Como lograron
los microorganismos pervivir tanto tiempo? En algunos casos (así en los
SLiMEs), las bacterias sobreviven porque los nutrientes esenciales se
renuevan sin cesar; en la mayoría de los otros tipos de formaciones, las
fuentes de materia y energía son harto moderadas. Sin embargo, las
bacterias residentes parecen haberse adaptado a estas condiciones de vida
espartanas. Las bacterias dependen de sus reservas internas durante
períodos prolongados de inanición (tal y como hacen los organismos
superiores); conforme van consumiendo sus reservas, la mayoría de los
tipos de bacterias se encogen desde su tamaño en estado de salud, cifrado
en unas micras, hasta menos de una milésima parte de su volumen normal.
Thomas L. Kieft, del Instituto de Minería y Tecnología de Nuevo México, ha
observado que esos microorganismos desnutridos tan diminutos (llamados
bacterias enanas o "ultramicrobacterias") son habitantes habituales de las
profundidades.
La tasa metabólica de las bacterias que han sufrido
inanición es, probablemente, muy inferior a la que presentan cuando se
hallan bien alimentadas. En virtud de ello, la frecuencia media de
divisiones celulares de un microorganismo del subsuelo podría ser de una
vez por siglo, si no menos, mientras que los microorganismos del suelo se
reproducen en minutos, horas, días o, como máximo, meses. Los
microorganismos que viven en las profundidades de la corteza limitan su
metabolismo al objeto de resistir la inanición durante períodos largos
desde el punto de vista geológico. Estas bacterias pueden permanecer
viables con un coste metabólico bajo o nulo.
El ritmo lento del
metabolismo microbiano en el subsuelo hace difícil definir el número
exacto de bacterias sepultadas en estas rocas que están de verdad vivas.
Para saberlo podemos contar sólo los microorganismos cuyo desarrollo puede
promoverse en el laboratorio. Más del 10 % de las células extraídas de los
sedimentos arenosos donde nutrientes y agua fluyen en libertad
proliferarán cuando se les aporte un suplemento de nutrientes en el
laboratorio. Por contra, menos de la décima parte del 1 % de las celulas
extraídas de los sedimentos del árido oeste norteamericano (donde el flujo
de agua es mínimo) crecerá en una placa de cultivo.
El fracaso en el
cultivo de la mayoría de las bacterias del subsuelo podría atribuirse a
nuestra incapacidad para reproducir in vitro las condiciones necesarias.
Quizá se trate de que estos organismos no están ya vivos; en rocas donde
el flujo de nutrientes y agua es bajo, las bacterias muertas se
descomponen con suma parsimonia, razón por la cual algunos de nuestros
ensayos bioquímicos las recontarían junto con las bacterias vivas. O tal
vez la mayoría de los organismos podrían estar funcionando, pero habrían
perdido la capacidad de replicarse.
Las perspectivas
bajo tierra
David L. Bulkwill lleva ya
catalogadas y guardadas más de 9000 cepas de microorganismos procedentes
de diversas zonas corticales. Estos aislados -con un amplio surtido de
bacterias y un centenar de tipos de hongos- son una fuente nueva de vida
microbiana que no se ha analizado aún del todo ni se ha ensayado para
extraerle su potencial comercial.
Del pequeño porcentaje examinado con
cierto detalle, hay una proporción sorprendentemente alta que muestra
capacidades en principio muy valiosas. Se ha comprobado, entre otras
propiedades, su capacidad para degradar compuestos orgánicos tóxicos y
para sintetizar antibióticos, enzimas termoestables e incluso pigmentos
nuevos. Los laboratorios Pfizer están cribando 3200 tipos de bacterias del
subsuelo para la fabricación de nuevos productos antimicrobianos; la
empresa ZymoGenetics tiene en examen al menos 800 aislados de ese archivo
para la comercialización de otras sustancias útiles.
Es de suponer que
de tales investigaciones resultarán muchos productos comerciales. Mas, aun
cuando no se alcanzaran esos rendimientos prácticos, el trabajo empeñado
en la demostración de la existencia de vida en las entrañas del planeta
recompensará a los científicos con un mayor conocimiento del desarrollo de
microorganismos en condiciones extremas. El estudio de esas comunidades
podría orientar nuestra comprensión sobre los caminos seguidos por la vida
en sus albores antes de la llegada de la fotosíntesis. También podría
proporcionar nuevas pistas para un planteamiento correcto de las
posibilidades de que haya microorganismos vivos en el suelo de Marte o
allende la envoltura helada de algunos satélites del sistema solar
exterior. Al contemplar la pervivencia de los microorganismos que
sobreviven en las duras condiciones de su entierro dentro de la corteza,
nos sentimos doblemente inclinados a admitir la posibilidad de que haya
diminutos extraterrestres que nos acechan desde el exterior.
BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA
THE DEEP SUBTERRANEAN BIOSPHERE. Karsten Pedersen en Earth Science
Reviews, vol. 34, n.° 4,
páginas 243-260; agosto 1993.
GROUND-WATER MICROBIOLOGY AND
GEOCHEMISTRY. Francis H. Chapelle. John Wiley and Sons, 1993.
THE
BIOSPHERE BELOW. Daniel Grossman y Seth Shuiman en Earth: The Science of
Our Planet, vol. 4, número 3, páginas 34-40; junio
1995.
GEOMICROBIOLOGY. Tercera edición. Henry L. Ehrlich. Marcel
Dekker, 1996.
Información adicional dei Programa de Ciencia del
Departamento de Energía de la Subsuperficie está disponible en el World
Wide Web,
http://www.er.doe.gov/production/oher/EPR/subprog.html.
Práctica interactiva sobre el artículo: Art12